Hablar de dinámica comunitaria implica referirse a las diversas dimensiones que la conforman: la organización externa y cotidiana de la vida de una comunidad (“dinámica externa”), el entramado de relaciones interpersonales y grupales (“dinámica interpersonal”), las experiencias individuales vinculares básicas con sus proyecciones y transferencias (“dinámica personal”), y la estructura latente que subyace a la estructura manifiesta de todo grupo humano (“dinámica comunitaria inconsciente”).
Algunos conceptos de la Psicología Social de Pichon Riviere (ansiedades básicas, roles y vectores grupales), del paradigma sistémico (características y leyes de los sistemas sociales) y la propuesta del camino psico-espiritual del eneagrama (crecimiento personal y complementariedad comunitaria), pueden ayudarnos a comprender lo “dinámico de la dinámica”.
Aunque no sea posible una lectura exhaustiva de la dinámica comunitaria marianista, ya que metodológicamente implicaría un proceso comunitario, se pueden enumerar algunos indicadores que permiten ejemplificar cómo nuestra dinámica comunitaria cotidiana está traspasada de tantos elementos que la hacen una realidad compleja, una entidad sistémica, un organismo social viviente.
El desafío comienza reconociendo la propia realidad humana de la dinámica comunitaria. A partir de allí las pistas para el crecimiento se ordenan en torno a tres pasos: Crecer en el conocimiento y en la conciencia de nuestra dinámica comunitaria, decidirnos a trabajarla y animarnos a asumirla.
En tiempos de refundación, los desafíos que nos presenta la dinámica comunitaria, se convierten en camino hacia el modelo vincular fraterno.
El amor fraterno, principio unificador de la dinámica comunitaria, y punto de encuentro entre su dinamismo psicosocial y su identidad espiritual, nos anima y desafía como don y tarea.